VALPARAÍSO, México (AP) — Cuando los disparos empezaron a escucharse en el valle, los vecinos se encerraron en sus casas aterrados. Unos 200 hombres armados, según un testigo, saquearon una gasolinera y cuando otros tantos pistoleros de un grupo contrarios a emboscarles, la balacera duró horas, lo cual hacía presagiar lo peor.
Las autoridades tardaron un día en llegar y levantaron 18 cadáveres en San Juan Capistrano, una pequeña comunidad del municipio de Valparaíso, en Zacatecas, un estado del centro-norte de México, estratégico para el trasiego de drogas y armas, ahora disputado por los dos cárteles más poderosos del país: el de Sinaloa y el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG).
El enfrentamiento del 24 de junio puso a Zacatecas ante los reflectores del país, aunque un mes después no hay claridad sobre el número de muertos. Tampoco hay detenidos. Las fuerzas armadas reforzaron su presencia, pero continúan las balaceras y los muertos por todo el estado: un médico aquí, un policía allá, una familia descuartizada, ocho asesinados en una fiesta, dos niñas baleadas con sus padres.
Zacatecas es ahora el estado con mayor tasa de homicidios por 100.000 habitantes, según cifras oficiales. En lo que va del año hubo 746 asesinatos frente a los 1.065 de todo 2020.
Nada de esto es nuevo en un país que lleva más de una década de violencia de los cárteles, pero la situación de Zacatecas, como la de Michoacán o Tamaulipas, en el oeste y norte, pone en evidencia que ni la guerra frontal contra el narco lanzada por el expresidente Felipe Calderón en 2006, ni el enfoque conciliador de “abrazos no balazos” del actual gobierno han logrado romper el círculo vicioso de violencia en el que está inmerso México.
Cambian los actores, los escenarios y las autoridades, pero no los resultados.
“El día que se retiran (los militares) por historia lo sabemos: de pronto, otra vez, hay presencia de grupos criminales disputando el territorio”, dice preocupado Eleuterio Ramos, alcalde de Valparaíso, una localidad a más de 750 kilómetros al noroeste de la capital del país.
Una camioneta baleada hace un mes permanece asomada a un valle de Valparaíso, en una zona de montes bajos al este de la Sierra Madre Occidental que limita con Jalisco, Durango y Nayarit, otros tres estados que en distintos momentos también han estado marcados por la violencia del narcotráfico. El chasis puede verse desde la ladera de enfrente, a kilómetros de distancia, como si fuera un recordatorio de que esa sigue siendo una línea de fuego.
Tanto el cártel de Sinaloa como el CJNG buscan controlar Zacatecas por su ubicación. Ocho estados lo rodean y es un nudo carretero con salidas a importantes cruces fronterizos. Conecta el océano Pacífico con Estados Unidos, ruta de todo tipo de mercancías, entre ellas, el fentanilo, un opioide altamente demandado en el mercado estadounidense, donde ha causado una crisis por sobredosis.
Al oeste de Zacatecas se localizan los laboratorios de drogas sintéticas, dice Óscar Santiago Quintos, titular del departamento de análisis e inteligencia de la Fiscalía federal mexicana. Al norte, en la frontera sur de Estados Unidos, los consumidores.
Y al este, continúa Quintos, se ubica San Luis Potosí, un estado industrial con numerosas empresas de paquetería que se usan para el tráfico de las letales pastillas cuyo consumo se multiplicó en Estados Unidos durante la pandemia. Según cifras de autoridades estadounidenses, 93.000 personas murieron por sobredosis de fentanilo en 2020 y en los últimos nueve meses los decomisos de esta droga en la frontera con México crecieron un 234%.
“La batalla de Zacatecas es parte de una guerra más grande para dominar el mercado del fentanilo, que es el mayor generador de dinero para los cárteles en Estados Unidos”, asegura Mike Vigil, ex jefe de operaciones internacionales de la agencia antidrogas estadounidense, la DEA. “Si un cártel es capaz de controlar todo el mercado de fentanilo, su poder será imparable”.
Para Arturo López Bazán, secretario de Seguridad de Zacatecas, el estado también es una importante ruta de tráfico de armas desde el norte. Recientemente, señala, han decomisado incluso armamento antiaéreo.
En los ranchos y comunidades de Valparaíso, pueden no dimensionar todo lo que está en juego en sus tierras, pero sienten su impacto. Balaceras que retumban entre cerros; ranchos a veces impenetrables hasta para dar de comer al ganado; carreteras en las que el miedo impide tanto la llegada de servicios y médicos como de camiones que abastezcan las tiendas.
“En un pueblo controla Sinaloa, en el siguiente Jalisco, en el siguiente Sinaloa otra vez”, explica un líder comunitario de la zona que, como otra decena de entrevistados por AP, pide el anonimato por miedo. “Los civiles miran (a los armados) y no los ven, pero el hecho de compartir territorio (con quien controla ese punto) les hace cómplices a los ojos del grupo enemigo”.
En las carreteras más aisladas y estratégicas, los grupos criminales ponen retenes. Ahí revisan sobre todo los celulares; a veces, atando o golpeando a los hombres para intimidarles más. Si un vehículo no para, abren fuego. Una doctora murió en julio cuando la dispararon al saltarse uno en el vecino municipio de Jerez. Dos paramédicos que llevaban a una mujer en una ambulancia desde una localidad de Jalisco a un hospital de Zacatecas (porque era el más cercano) fueron baleados en junio al cruzar Valparaíso.
También fue asesinado en la carretera un sacerdote días antes, aparentemente por fuego cruzado. Unas vecinas aseguran que les ayudaba a recuperar la luz después de que un grupo armado cortara la electricidad de algunos ranchos.
Generar miedo es clave. Según el líder comunitario, un día se llevaron a un electricista para que presenciara una ejecución y lo contara. También corrió el rumor de que se estaban llevando a los jóvenes a la fuerza para integrarlos a sus filas.
“Había pánico”, confirma un joven de 21 años, el mayor de cinco hermanos. Dice que nunca supieron de dónde salió esa información ni pudieron confirmarla, pero no evitó que algunos jóvenes huyeran. Él y sus hermanos se quedaron porque “no había ni con qué irse, ni para dónde”.
Varias familias se fueron a ciudades cercanas. Otras a Estados Unidos, donde hay tantos zacatecanos como en territorio mexicano, en torno al millón y medio. Es lo que hizo un matrimonio con cuatro hijos que acababa de regresar al pueblo para sembrar, pero se marchó sin hacerlo, aterrado después del tiroteo de finales de junio y de que saquearan su casa, cuenta un familiar.
El resto se encerró. “Fueron quince días que no salimos para nada”, dice Claudina Betancourt, enfermera nacida en la comunidad y la única del pueblo que accedió a dar su nombre. “No teníamos comida, no teníamos nada”.
Betancourt sigue atendiendo a los vecinos, aunque la semana pasada sacó todas sus pertenencias del pueblo y las llevó a Fresnillo, donde viven su hija y su madre, por si un día tiene que irse a toda prisa para no volver más.
Sin cobertura de celular y con sólo dos casetas telefónicas, la falta de información genera incertidumbre.
Unos días después del enfrentamiento, las autoridades encontraron dos cadáveres más, lo que elevó la cifra de muertos a 20, según el alcalde de Valparaíso. Ramos ni confirma ni niega los dichos de algunos vecinos que hablaban del doble de fallecidos, porque dice no tener pruebas. El secretario de seguridad se limita a comentar que la magnitud de la emboscada demuestra que ahora los grupos “vienen con todo”.
Cuantas menos evidencias, mejor para los cárteles, y no es raro que se lleven a sus muertos y no quieran testigos. Este mes fue asesinado un policía que investigaba los hechos de Valparaíso, confirmó a la AP la fiscalía del estado. El secretario de Seguridad afirma que se trató de un ataque directo.
“Todo el mundo le quita o le pone” algo a las versiones, admite el exfiscal Arturo Nahle, servidor público desde hace 35 años con distintos gobiernos y actual presidente del Tribunal Superior de Justicia del estado.