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El bombardeo a la ciudad de Dresde se llevó a cabo hacia el final de la Segunda Guerra Mundial por parte de la Real Fuerza Aérea británica (RAF) y las Fuerzas Aéreas del Ejército de los Estados Unidos (USAAF).

Con este nombre se suele hacer referencia a los cuatro ataques aéreos consecutivos que se realizaron entre el 13 y el 15 de febrero de 1945, aproximadamente doce semanas antes de la capitulación de la Alemania nazi.

En este feroz ataque, mas movido por la venganza que por la razón de la guerra, entraron en acción más de mil bombarderos pesados (800 ingleses y 300 norteamericanos) que dejaron caer sobre la ciudad también llamada «Florencia del Elba» cerca de 4000 toneladas de bombas altamente explosivas y dispositivos incendiarios, arrasando gran parte de la ciudad y desencadenando una tormenta de fuego que consumió su centro histórico.

El número de víctimas varía enormemente en función de la fuente, pero la línea mayoritaria en la historiografía actual lo sitúa entre 25 000 y 40 000 muertos.

Era una ciudad de menos de 500 mil habitantes para esa época, con grandes extensiones agrícolas.  Es famoso por sus monumentos históricos y sus museos, la mayoría de los cuales fueron destruidos en el bombardeo.

Una de las excusas dadas por los aliados para justificar el ataque era que se buscaba destruir la moral del enemigo.

El bombardeo de Dresde es considerado como un crimen de guerra de las tropas aliadas, debido a que la ciudad no tenía importancia estratégica militar y era solo símbolo cultural de Alemania.  Por eso, casi todas las víctimas eran civiles.

En la actualidad sigue siendo uno de los episodios más polémicos de la Segunda Guerra Mundial y todavía persiste el debate sobre si la capital sajona era un objetivo de interés estratégico, tal y como aseguran fuentes militares aliadas, si por el contrario el bombardeo fue una represalia desproporcionada e indiscriminada, o si se trató de un crimen de guerra.

Según un artículo de Ruben Guillemi publicado por el periódico La Nación de Argentina, ya en 1942 el primer ministro británico Winston Churchill había dado permiso al jefe del Comando de Bombarderos de la RAF, Arthur Harris, apodado “Bomber” (”bombardeador”), para destruir objetivos civiles alemanes, aunque no tuvieran interés militar. Y el propio “Bomber” escribió: “la meta es la destrucción de las ciudades alemanas, el asesinato de trabajadores alemanes y la interrupción de la vida comunitaria civilizada en toda Alemania”.

Explica que esa declaración encuadra con lo que la Carta del Tribunal Militar Internacional de Nuremberg definió como crimen de guerra en su artículo 6 (b): “la destrucción sin sentido de ciudades, pueblos o aldeas, o la devastación no justificada por una necesidad militar”. Pero como el objetivo de ese tribunal era condenar el horror del nazismo, se prefirió evitar cualquier conflicto con las acciones cometidas por los aliados -desde los bombardeos de ciudades sin objetivos militares hasta las matanzas de Stalin-. Y, para evitar paralelismos, ni siquiera se juzgó a los jerarcas nazis por los ataques a Londres, Varsovia o Rotterdam.

 


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